+ Mono Blanco y Estanzuela ponen a bailar a cientos de visitantes y jarochos provenientes de distintos puntos de la región.
Zona Sur
COMUNICADO - 2014-02-02
Con el intenso zapateo de cientos de bailadores, Tlacotalpan vibró en tercera noche de las Fiestas de La Candelaria, donde hombres, mujeres, adultos y jóvenes, le pusieron música a una noche estrellada en La Perla del Papaloapan.
El son jarocho hace bailar a quien se le cruce enfrente, sepa o no danzar, obliga a quien lo escucha a mover el cuerpo, agitar las piernas y seguir este ritmo que mucho tiene de flamenco y africano.
Eran las diez de la noche cuando los integrantes de Mono Blanco y Estanzuela rodearon una entarimada y, tras unas breves palabras introductorias, comenzó el fandango.
En las manos del veterano Andrés Vega, a sus ocho décadas, disparo sin cesar el repiqueteo en las cuerdas de un requinto curtido, nervioso y agudo, que liberaba las notas del primer son.
Al sonar El siquisirí, son de los sones, un ejército de jaranas acompañantes se dejó sentir para poner a vibrar la calle, alumbrada por un farol.
Luego vino La guacamaya, que permitió a las mujeres desplegar su cadencia al bailar. Una sinfonía de caderas contoneándose sobre la tarima y un simulado aleteo envuelto en el colorido de faldas y blusas dieron pie a una fuente inagotable de versos:
“Vuela, vuela, vuela
vuela bailadora
en el mar de la tarima
navegas inspiradora.
Vuela, vuela, vuela
por los cuatro vientos
por el norte vas llegando
y te vas por sotavento”.
Una de las características del fandango es reunir a sus ejecutantes y bailadores. Ir al fandango es ir a convivir, a conocer músicos, gente, hacer nuevos amigos, es coexistir en el encanto de la música, y es también un acto de catarsis para zafarse unos minutos de este mundo.
Así transcurrió la noche. El Balajú fue un son cantado a mil gargantas, versos liberados en el sereno que aludieron al amor, la esperanza, la vida llanera, la guerra, al desamor, a las traiciones, a la pasión y a la música misma:
“Balajú se fue a la guerra
y no me quiso llevar
le dijo a su compañera:
vámonos a navegar
a ver quién sale primero
al otro lado del mar”
“Ariles y más ariles
ariles de aquel que fue
a darle agua a su caballo
y se le murió de sed”.
Una mirada al reloj indicaba que ya había transcurrido una hora, y apenas los músicos estaban entrando en calor. Sólo tres sones, eso sí, en sus versiones más largas, habían pintado la noche de sonido.
Para el goce de todos, la multitud que abrazaba la tarima fue renovándose a lo largo de toda la velada, durante las 11 horas que demoró el fandango. La calle se dejó enamorar. Hombres y mujeres se tomaban fotos debajo de las lámparas, en medio de los pilares de esta ciudad plena de color.
Parejas de jaraneros se daban descanso, brindaban con un torito de guanábana, cacahuate, o del sabor que fuera. Abrazados y con la jarana colgada de la espalda, zapateaban en cortito, como para impedir que el cuerpo se enfriara.
En grupo, los veteranos tomaban un tequila, ron o café humeante, hablaban de los fandangos de antaño, cuando vino un ventarrón o cuando los aguaceros en Los Tuxtlas eran interminables.
Triunfos en el amor, el repaso de familiares fallecidos y quienes partieron. Todo ahí en medio del fandango. Esa es la finalidad: reunirse y platicar, hablar del ganado, de la madera, de la caña, del café, de la pesca. El fandango es vida por donde se le vea.
Eran ya las tres de la mañana, El Colás tuvo miles de representantes, hombres bailando rodeados siempre de cuatro mujeres, zapateando con fuerza, haciendo contra tiempos, improvisando el taconeo para mostrar lo que es el ritmo.
“Colás, Colás, Colás y Nicolás,
lo mucho que te quiere
y lo poco me das,
si quieres, si puedes
si no tú me dirás:
¡Ay! Qué bonito baila
la mujer de Nicolás”.
En la etapa final, cesó la fuerza del rasgueo, los leones, las jaranas, los requintos, violines, apaciguaron su intensidad, surgieron entonces los repentistas, los decimeros, a liberar y dejar huella en verso de lo que acontecía.
Llegó el sol y la música siguió, los versos, los abrazos, y el interminable venero de músicos seguía alimentando al fandango, una noche nutrida por la vena de Los Tuxtlas, el Tesechoacán, el Papaloapan y el corazón de cada asistente.
“Aquí yo me despido porque no puedo más,
aquí se van cantando los versos del Colás.
Aquí yo me despido porque no puedo más,
aquí se van cantando los versos del Colás”.