EN EL CÉSPED DEL ESTADIO AZTECA, 11 PEQUEÑOS GUERREROS DAN ALEGRÍA A UN PUEBLO QUE HA GOLPEADO LA ADVERSIDAD
Deportes
- 2011-07-11
Eran héroes vestidos de niños que no sabían para dónde correr. Estaban confundidos en medio del éxtasis y llenos de gloria. Sólo unieron sus risas un momento, el que significó levantar el trofeo de campeón del mundo para dar el grito más feliz de sus cortas vidas.
La Copa del Mundo-Sub 17 subió al cielo nacional, después de vencer a Uruguay (0-2). El reflejo de ese codiciado trofeo se tiñó de verde, blanco y rojo, porque México ya está en la élite.
Hace meses, nadie los conocía. Sus rostros y nombres eran extraños. Hoy, son parte de la historia, una lista de oro para recordar y agradecer toda la vida la incomensurable alegría, que con sus piernas le han dado por un momento a un país azotado por las calamidades.
Largos meses de concentración, soñar con el momento de levantar la Copa del Mundo durante toda la vida y ganar a los uruguayos en 90 largos minutos. Siete partidos, siete victorias.
Estar encerrados, lejos de la familia, en constantes giras, con atrasos escolares y todo en pos de hacer goles. Para ser campeón, los chamacos mexicanos demostraron que también hace falta ser hijos del sufrimiento.
Nueva generación dorada, nueva lista de mexicanos que dan esperanza. No podía ser otro el que abriera el camino hacia el trofeo que aquél que lo levantó. Antonio Briseño es el líder de la zaga, también el líder moral en el Tri. Le pegó mal al balón, pero nadie se lo reprochó, porque el Azteca prefirió estallar en éxtasis por el gol (31').
"¡México, México!", exclamó el monstruo verde en el que se convirtió el Estadio Azteca. La afición mexicana se encargó de ahogar los sobresaltos que provocaron los uruguayos con dos tiros al poste, que fatalmente (para ellos) fueron la muestra de la suerte de campeón de los dirigidos por Raúl Gutiérrez.
El Azteca se hizo sentir, para que se subiera al trono el primer anfitrión en la historia del Mundial Sub-17. El júbilo de un nuevo campeonato en las vitrinas del futbol mexicano dio a los fanáticos el pretexto para inventar una nueva arenga: "¡Fua!" se escuchaba en cada despeje del guardameta Richard Sánchez. Ese grito de origen etílico fue un símbolo a la alegría que sólo da sentirse los mejores del mundo.
La labor del Pollo Briseño había sido silenciosa, de barridas agónicas. Su heroísmo había consistido más en salvar la meta de Richard que en destrozar las redes rivales. Pero se atrevió a ir al ataque, ese descaro de defensa central y con la autoridad e inspiración que da el gafete de capitán. Un derechazo, adentro y a cobrar, así de sencillo.
Su brinco en el festejo fue espectacular. En el aire se respiraba la ansiedad de campeonar, así como las ganas de ir a celebrar al Ángel de la Independencia, ser recibidos por el presidente Felipe Calderón y demás condecoraciones que se ganaron a lo largo de sus siete partidos en condición de perfectos.
Si antes había sido Julio Gómez y previamente Carlos Fierro, Giovani Casillas, Jorge Espericueta y hasta Richard Sánchez, no podía faltar Briseño como la gran figura del encuentro que devolvió a México la gloria conseguida por primera vez en 2005.
El del Atlas había sido el que reunía al equipo tricolor en torno de su figura para dar órdenes antes, al medio tiempo y al final de los partidos. Durante todo el proceso de sus cuatro años en Selecciones Menores había soñado con hacer algo grande para México hasta que su remate cumplió la promesa.
Ninguno de los dirigidos por Raúl Gutiérrez escapó a los aplausos, a los "viva", ni demás piropos que dan pie a creer que un niño que patea un balón es grande, grande como Julio Gómez, quien por decisión técnica, quizá también médica, no entró de inicio, pero los aplausos con mayor vértigo fueron para aquél ídolo de Torreón, quien tuvo un pedazo de gloria para engrandecer su nombre y ayudar a que el mini Tri llegara a la final.
"Gómez, Gómez, Gómez" era el rugido del Coloso de Santa Úrusula. Incluso, el grito era inexplicablemente mayor al del gol de Briseño. Quizá los aficionados sabían que ese tanto agónico del "niño héroe" era suficiente para alzar el título en la ciudad de México.
No importaba que no estuviera en el terreno de titular en la final, el del Pachuca ya había contagiado a los 11 presentes en el puntapié inicial. La gesta por alzar el segundo título juvenil ya tenía el ejemplo de su proeza. Cuando ingresó de cambio por Pablo Tostado, el público le rindió un tributo de alarido.
A falta de unos minutos para las seis de la tarde, uno a uno de los elementos tricolores salieron a la cancha para escuchar el Himno Nacional. Fue una entonación histórica, el Coloso jamás lo había hecho en una final de Mundial.
Fue tal el nervio y la ansiedad de ver el trofeo de campeón, que muchos de los elementos tricolores sintieron que esa corona padecía de soledad. Se atrevieron a contravenir a la suerte, la tocaron, aún cuando la leyenda dice que aquél que la acaricia antes de ganarla, la pierde irremediablemente.
Tras el gol de Briseño, todo fue una fiesta. El tanto de Giovani Casillas sólo sirvió para ponerle la cereza al gran pastel y dejar en claro que el cuadro nacional es una potencia, la cuarta selección que ha levantado el trofeo de campeón más de una ocasión.
El mini Tri es perfecto en siete partidos, contundente, goleador e invencible de mente y de corazón. Con el silbatazo final, esos niños sonrientes, en la incredulidad ya se quedarán para siempre en la historia. Sus nombres antes desconocidos, ahora estarán inscritos con letras de oro.
La Copa del Mundo relució en el cielo mexicano, bajo el cobijo de un Coloso al grito de ¡Oe, oe, oe, campeón!"