EL TANGO DE LA MENEGILDA
Juan Antonio Nemi Dib
Cosas Pequeñas
2012-12-03
No sabía que se llamaba así. Simplemente tenía la letra aprendida de memoria, completa: “Cuando yo vine aquí, lo primero que a hacer aprendí...”. Ése y también “Caballero de Gracia” y un poco de “La Violetera” y de “Ni hablar del peluquín”, “Pichi”, “La Tabernera del Puerto”... trozos de zarzuelas, cuplés, canciones creadas ex professo para musicalizar películas o bien películas cuyos guiones nacieron a partir de las melodías. Música de principios del siglo XX y alguna, incluso, de antes, que vino de ultramar y de las tierras australes. Los Churumbeles, Nati Mistral, Sara Montiel, Gloria Lasso, Pedro Lavirgen, Alfredo Kraus: compositores unos, cantantes otros, todos grandes, grandes.
Por supuesto también, abrumadoramente, las mexicanas: Agustín Lara, María Grever, Gonzalo Curiel, Consuelo Velázquez y muchos, muchos más.
‘Música de viejitos’, me dicen siempre. Eso no le quita lo bueno. Se trata de armonías cuyo disfrute, que no su ejecución, recibí como herencia, incluyendo el apetito por los tangos: “Ladrillo está en la cárcel, su barrio lo extraña...”, “no esperes nunca una mano, ni una ayuda, ni un favor”. Y son rolas de antes de internet, de antes de los “tonos musicales para celular”, de antes de iTunes. Incluso para las estaciones de radio de mi infancia y adolescencia eran polvo añejo.
¿De dónde salieron?, ¿en qué momento las memoricé? Algunas en la casa de la maestra Enriqueta Sosa, que de vez en vez congregaba en torno a su piano, vertical, de color caoba quemado y teclas de marfil. De allí recuerdo, por ejemplo: “Yo tenía un amorcito... era un tigre para el tango y se llamaba Julián...”. Pero la gran mayoría, fueron legado de de la voz de mi mamá, que solía pasarse la vida cantando, que llevaba la música por dentro.
Era la quinta de siete hijos, dos hombres, cinco mujeres, de padres inmigrantes con historias personales de claroscuros y cosas maravillosas, pero también de sufrimientos, de muchos sufrimientos. Mi abuelo llegó a México completamente solo apenas a los 17 años, procedente de Homs, entonces territorio subyugado por el imperialismo otomano y hoy, porción de la sufrida Siria, subyugada por los intereses de todos los imperialismos y los fanatismos que se empeñan en borrarla del mapa, a costa de lo que sea. Mi abuela llegó casi niña, con toda su familia, del mismo país y aquí se conocieron. Eran pobres, pobrísimos.
Pocos como mi abuelo cubrirían a plenitud el estereotipo del vendedor en abonos que caracterizó con precisión en sus películas Joaquín Pardavé. Don Salomón murió cuando yo no cumplía los dos años de edad pero sé de oídas que fue un hombre esencialmente bueno, generoso, afable y dispuesto a compartir. Muchos infortunios familiares, muchas cuentas no cobradas y una generosidad rayana en el exceso le impidieron hacer fortuna, aunque para ser sinceros quizá nunca la pretendió. Un par de veces las fuerzas de la Revolución lo dejaron en la calle, literalmente; hasta con los caballos cargaron.
En sus primeros tiempos, los hijos de la familia tuvieron que contribuir a la economía: todos participaban --a partir de las cuatro de la mañana-- en el horneado del pan que aún caliente salían a surtir casa por casa; hacían camisas de algodón que luego Julián, el mayor de mis tíos, debía vender en el Mercado Revolución, muy cerca del cuál vivían, en un famoso patio de vecindad.
Ciertamente las cosas mejoraron un poco en lo patrimonial, pero nunca al nivel de la riqueza. Mi abuelo habría de morir en una pequeña casa rentada. Probablemente lo mató por anticipado, antes que el cáncer y el infarto, el fallecimiento en un trágico accidente automovilístico (que alguna vez narré) de mi abuela --su esposa-- y Antonio, el menor de sus hijos, que estaba próximo a casarse. A quien sí recuerdo es a “Chimino”, un anciano campesino que de casa en casa vendía frutas y verduras que cargaba en una enorme canasta de mimbre y que solía platicarme de su amigo Salomón Dib. Por él me enteré y luego me lo corroboraron que mi abuelo llegó a hablar con fluidez el náhuatl y que con cierta frecuencia venían algunos indígenas a verlo para hacerle consultas e incluso, pedirle alguna que otra traducción.
En casa de mis padres, como a cualquier familia, tampoco escasearon los problemas serios, además de la parte proporcional del luto: enfermedades graves de los hijos --mis hermanos--, lejanía y por ende nostalgia, mucha nostalgia de la familia de mi padre, y la vida de éste vivida bajo el principio de la lealtad y la gratitud, pero no necesariamente de la realización personal. Sin embargo, doña Lourdes, la matriarca, nunca dejó de cantar. Coleccionista de dichos, unos más pícaros que otros, siempre oportunos y aplicables a la situación precisa; compiladora de amigos y visitantes que, sin exagerar, menudeaban en su mesa desde el desayuno hasta la cena, todos los días. Cocinera excepcional, que no podía tolerar la ofensa de que alguien no comiera sus guisos.
Siempre he pensado que, si hubiera podido, mi mamá habría participado con ahínco y entusiasmo del mundo la farándula. La señora Nemi cantaba y lo hacía con alegría, con optimismo. Alguna vez cortó mis alas cuando alguien le preguntó quién de sus hijos era el mejor entonado; no dio una respuesta inapropiada pero volteó a verme con cariño y sonrió indulgente; allí, el gesto más amoroso que recuerdo, me dejó en claro que el canto no era lo mío. Cosa que, por cierto, no me inhibe cuando de destrozar una canción se trata y menos aún, si lo que se persigue es poner fin inmediato a una reunión aburrida. El mal cantar también tiene sus artes y un poco de beneficio.
Cantar es, lo tengo claro, un antidepresivo extraordinario. Y lo digo a pesar del sistemático fracaso de los maestros de canto a los que he acudido con terquedad. Cantar es el mejor homenaje a la vida y, tampoco es menos, la mejor manera de liberar los sentimientos. No espero --a mis cincuenta-- convertirme en sucesor de Caruso, pero aviso que no podré quedarme callado, así sea con canciones viejas que nadie conoce y que causan extrañeza a más de uno, empezando por mis hijos que, apenas me oyen, corren por sus audífonos para protegerse.
Cantar es mi mejor herencia y me la voy a gasta de manera inmisericorde, hasta que enmudezca para siempre. Una disculpa sentida a mis vecinos de antaño, a los actuales y a los que sigan, por anticipado. Cantar es más barato que el Prozac y además bien dice la Menegilda: “porque si es que no sabe por las mañanas brujulear, aunque mil años viva, su paradero es el hospital”; y por mera conveniencia, yo entiendo “brujulear” como cantar.
La Botica.- El próximo jueves 13 de diciembre, la ‘Compañía Empírica de Teatro Experimental del DIF Estatal Veracruz’ presenta la pastorela “ANUNCIACIÓN A MARÍA”, escrita en 2002 por Enrique Mijares. La dirección del montaje a cargo del maestro Tilo Pérez, la orquesta y los coros y, por supuesto, los montajes escénicos, aseguran que quizá no sea profesional pero sí muy divertida. La entrada es libre, o sea, gratis, pero hay que llegar a las 18:30 horas en punto a la sala Emilio Carballido de Teatro del Estado para asegurar un buen lugar. Le invitamos a que la disfrute.
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