El conflicto estalló pocas semanas atrás, cuando en diciembre de 1906 los empresarios impusieron un nuevo reglamento de trabajo que ampliaba las causas de multas y generalizaba el horario de 14 horas diarias. El Reglamento de Noviembre prohibía a los obreros “recibir en su casa visitas de amigos y parientes (en referencia a los agentes magonistas) y leer periódicos o libros que no sean previamente censurados y por ende autorizados por los administradores de la fábrica”; exigía “aceptar sin reserva los descuentos en sus salarios para fiestas cívicas o religiosas, pagar el importe de las ‘canillas’ y ‘lanzaderas’ que se destruyan por cualquier causa, y cumplir estrictamente con la jornada de seis de la mañana a ocho de la noche, con derecho a disfrutar de tres cuartos de hora para tomar alimentos”.
En Puebla y Tlaxcala los obreros reaccionaron con la huelga, que comenzó el 4 de diciembre. Sus líderes, del Gran Círculo de Obreros Libres, solicitaron el arbitraje de su excelencia, el señor presidente Díaz; de su lado, los industriales convocaron a una reunión nacional de la industria textil donde se decidió el paro patronal en otras cuatro entidades más.
En la Navidad de 1906 los obreros vieron en las puertas de las fábricas un escueto cartel: “Se suspenden las labores hasta nueva orden”. El Centro Industrial Mexicano pretendía doblegar la voluntad de los huelguistas, y los obreros de Orizaba, aun manteniéndose al margen, decidieron apoyar económicamente a sus compañeros en lucha.
Con el nuevo año llegó el laudo de don Porfirio y en nueve cláusulas el presidente conjugó órdenes, amenazas y promesas. La primera decía: “El lunes 7 de enero se abrirán las fábricas que actualmente están cerradas en los estados de Puebla, Veracruz, Jalisco, Querétaro y Tlaxcala, y en el Distristo Federal; y todos los obreros entrarán a trabajar en ellas, sujetos a los reglamentos vigentes al tiempo de clausurarse, o que sus propietarios hayan dictado posteriormente, y a las costumbres establecidas”; y en la última: “los obreros quedan compromotedios a no promover huelgas…”
Los empresarios, por supuesto, aceptaron el laudo y los comisionados obreros, muchos de los cuales debían su cargo a políticos porfiristas, acataron la decisión; frente a las asambleas locales, y no sin incidentes, convencieron a los obreros de regresar al trabajo. Pero en Orizaba la cosa fue distinta: en el Teatro Gorostiza, el domingo 6 la asamblea iba calentándose conforme leía las cláusulas el comisionado José Morales, quien había sustituido a los magonistas en la dirección. La asamblea terminó con gritos y protestas, y Morales tuvo que huir por la puerta de emergencia.
El lunes 7 de enero, antes que el sol se asomara al valle, sonó el silbato de la Río Blanco y en las puertas los trabajadores enfurecidos lanzaron piedras contra la ventanas de la fábrica. El teniente de la policía montada Gabriel Arroyo, ordenó desenvainar sables y cargar contra los amotinados, antes que amilanarse la multitud creció y Arroyo cargo en tres ocasiones más, causando muertos y heridos. La rebelión de Río Blanco, que nunca fue una huelga, había comenzado.
Los trabajadores incendiaron la tienda de raya y liberaron a sus presos de la cárcel. Cortaron la energía eléctrica y, crecidos, hicieron frente a las tropas de Arroyo obligándolas a retirarse. Triunfante la muchedumbre se dirigió a Nogales y “seguimos después a Santa Rosa –contaría años más tarde un participante-, caminábamos a gritos y cantando. Nos sentíamos libres y dueños de nuestro destino, después de tanta miseria”. Incendiaron más tiendas de raya y casas de empeño; y con la rebelión ocuparon las estaciones ferroviarias entre Orizaba y Maltrata.
El subsecretario de Guerra, Rosalino Martínez, llegó al mediodía al frente de tropas federales para restablecer el “orden y progreso”. Los amotinados regresaban de Nogales cuando fueron rodeados por las tropas que dispararon contra la muchedumbre inerme. No se sabe cuántos quedaron tirados en Río Blanco, pero las crónicas mencionan hasta 800 personas asesinadas. El día 8 las tropas se dedicaron a asaltar las casas en todos los pueblos textileros buscando víctimas, y frente a sus familias los líderes Rafael Moreno y Manuel Juárez fueron fusilados. El 9 de enero, de los siete mil operarios de la zona sólo se presentaron cinco mil quinientos.
El artículo "La rebelión de Río Blanco" del autor Alberto Sánchez Hernández, se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 17.