DESAMORES
“...No trates de levantar del polvo ese amor, porque
sólo levantarás girones y sombras... ‘Es que soy la
costumbre. He tomado veneno todos los días, y me
hace falta. ¿Qué droga tan tremenda es el amor?’...”
Jaime Sabines
Juan Antonio Nemi Dib
Cosas Pequeñas
2011-12-19
Acaba de publicarse -en el diario digital español adn.es- un estupendo artículo de Mariola Cubells que ameritaría citarse completo y de corrido: “Química. Ni más ni menos. En eso, y en ninguna otra cosa consiste el amor. Y la química no la produce el corazón -en contra de todos los manuales románticos- sino el cerebro, (que por cierto, puede tardar la quinta parte de un segundo en enamorarse, según un análisis de la Universidad de Siracusa). Cada vez son más los estudios que destacan la importancia de los procesos químicos en el enamoramiento. La neurobióloga y coordinadora del Centre de Regulació Genòmica de Barcelona, Mara Dierssen mantiene que ‘enamorarse tiene todos los síntomas de una adicción’. Junto a ella, la neuróloga italiana Stephanie Ortigue ha revelado otros datos insólitos: enamorarse provoca la misma sensación de euforia en el cerebro que la cocaína. El amor es pues algo así como un cóctel de hormonas, que nos intoxica y nos droga el cerebro.”
Resulta frustrante que vengan a decirle a uno repentinamente que esos mareos sublimes, que esa obnubilación y esos pesares deseables, en realidad no sean otra cosa que intercambio de sustancias en las terminales de nuestro sistema nervioso. Sin embargo, para que no haya duda doña Mariola, enfatiza que al enamorarse “...se ponen a trabajar 12 áreas del cerebro que segregan sustancias químicas: dopamina, adrenalina, oxitocina, vasopresina, directas a provocarnos la euforia....Pero ese estado febril se desvanece. De hecho el enamoramiento como encantamiento dura según los científicos unos dos años. ¿Y qué pasa cuando acaba? Un estudio americano realizó resonancias magnéticas a personas que habían sufrido una ruptura. Las pruebas detectaron que al ver una foto de su ex o recordar un episodio amoroso se activaban en el cerebro las mismas áreas que se activan ante el dolor físico. Y por contra, la pasión amorosa produce analgesia o alivio del dolor en las lugares del cerebro donde actúan los medicamentos, según ha descubierto la Stanford University.”
Cita en epígrafe a Lope de Vega: “Creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño: esto es amor. Quien lo probó lo sabe”. Y luego, atribuyéndolo a científicos y universidades famosas, la periodista afirma que el amor nos hace más generosos, más listos, más sabios, más tolerantes, más valientes. De modo que, si todo esto fuese cierto si viviéramos permanentemente enamorados, con toda seguridad seríamos una mejor especie, menos destructiva, más creativa.
Pero se queda uno con la espinita clavada: parece que dos años son pocos, sin embargo, para el goce de esa emoción excelsa cuyos finales más o menos catastróficos han dado pie para las obras más grandiosas de la literatura, de la plástica y en realidad, de todas las expresiones artísticas. Bien lo dijera Neruda, que no era neurobiólogo y menos fisiólogo: “...es tan corto el amor y tan largo el olvido”. ¿Por qué caramba las cosas buenas de la vida duran tan poco, son pecado o engordan, pregunta la vox populi?
Es cierto que hay de amores a amores, como bien dice la enciclopedia de la red al referirse al significado castizo del término amor: “una gran cantidad de sentimientos diferentes, desde el deseo pasional y de intimidad del amor romántico hasta la proximidad emocional asexual del amor familiar y el amor platónico, e incluso la profunda unidad o devoción del amor religioso.”
Aquí nos referimos específicamente al amor romántico, a ése que antes del movimiento renacentista se consideraba insano, una forma de demencia capaz de destruir almas y cuerpos, que se atribuía a los espíritus débiles, incapaces de actuar con sensatez, pero que hoy reconocemos como delicioso, aunque duela, y hasta como un paso conveniente en busca de la plenitud de las almas. Por otro lado, ¿quién puede dudar que muchas de las grandes creaciones de los hombres se hallen indisolublemente ligadas al amor y aún más precisamente, al desamor? ¿Y qué puede existir que sea más nocivo que el fin de una relación amorosa? Pues todo indica que el amor no correspondido.
Pero no acaba allí el asunto; ¿qué consecuencias prácticas tiene el amor para la relación de pareja? Este impresionante -por lúcido- texto de Friedrich Nietzsche que me regaló una persona ilustrada e inteligente parecería tener, al menos en parte, una respuesta concluyente para dicha pregunta:
“Lo que se puede prometer: Se pueden prometer acciones, pero no sentimientos, pues éstos son involuntarios. Quien promete a alguien amarlo siempre u odiarlo siempre o serle siempre fiel, promete algo que no está en su poder; en cambio, puede sin duda prometer acciones, las cuales son por cierto habitualmente las consecuencias del amor, del odio, de la fidelidad, pero pueden también derivar de otros motivos. Por consiguiente, prometer a alguien amarlo siempre significa: mientras te ame, te dispensaré las acciones del amor; si dejo de amarte, seguirás recibiendo de mí, aunque por otros motivos, las mismas acciones, de modo que en la mente de los demás persista la apariencia de que el amor es inmutable y siempre el mismo. Por tanto, cuando sin autoofuscación se le promete a alguien amor perpetuo, se promete la perduración de la apariencia del amor.” Aforismo 58 (Humano Demasiado Humano, Un libro para espíritus libres). Meritoria anticipación del filósofo alemán en cuyo tiempo prácticamente nada se sabía aún de bioquímica cerebral.
Parece que, en pocas palabras, si el amor se acaba, de acuerdo con Nietzsche siempre hay recurso. Por mi parte, pienso que el plazo de dos años establecido por los investigadores no deja de ser una convención, un burdo tecnicismo cientificista y prefiero mantener mi convicción de que los amores sólidos duran por siempre. Que así sea. Más nos conviene.