LO QUE SIGUE
Juan Antonio Nemi Dib
Cosas Pequeñas
2012-07-16
La función primaria y esencial del Estado como ente jurídico consiste en garantizar la integridad física y patrimonial de la gente. Para cumplir este cometido, las instituciones del Estado disponen de medios (el sistema normativo, el monopolio de la violencia legítima, las penas y sanciones, entre otros) que adecuadamente manejados permiten proteger la vida, la salud y los bienes de las personas. Es indiscutible que, en esta materia, dos son los grandes retos -y, al mismo tiempo lastres- de México: la impunidad de quienes infringen las leyes y el crecimiento exponencial de la delincuencia organizada, particularmente la que se vincula al tráfico de drogas.
Parece que de reformas, maquillajes, adecuaciones y propuestas innovadoras hemos tenido bastante; recuerdo, por ejemplo, cuando las funciones de policía preventiva se consideraban exclusivas -por mandato constitucional- de las autoridades locales: se modificó este precepto, se creó la Policía Federal Preventiva y... los resultados están a la vista. Y muchas otras cosas se han hecho que, ante las circunstancias, sirvieron de muy poco.
Hace falta un cambio drástico, total, del sistema de procuración e impartición de justicia, un nuevo modelo que garantice que ésta sea expedita, real, eficaz y que someta efectivamente a los infractores al imperio de la ley, sufriendo las consecuencias de sus actos y resarciendo a sus víctimas, un sistema que recluya a los sociópatas y les impida realizar sus atrocidades, que permita la efectiva reinserción, readaptación se decía antes, de los delincuentes circunstanciales. Pero la clave de un modelo eficaz radica en la REDUCCIÓN drástica de los delitos, es decir, la recuperación de un modelo de convivencia social basado en la ciudadanía, el respeto y cumplimiento de las leyes y las obligaciones individuales, a la par de una plataforma de derechos, más que en la persecución y el castigo. Como suele ser, la clave está en la prevención.
Por lo que toca a la delincuencia organizada, están claros los caminos que deben seguirse: cancelarles en forma definitiva el flujo de armas y municiones (lo que implica la disposición y el acuerdo del Gobierno de Estados Unidos, principalmente), impedirles el acceso al sistema financiero para el “blanqueo” y ocultamiento de sus fondos ilícitos, reducir drásticamente el consumo de estupefacientes para quitarles los beneficios del mercado. En otras palabras: eliminar la rentabilidad a las actividades delincuenciales: que violar las leyes resulte mal negocio, que tenga muchos costos graves para los delincuentes (empezando por la pérdida de la libertad) y que la sociedad rechace al delito como fuente eficaz de lucro y como modelo de conducta deseable.
La corresponsabilidad y la mitigación de riesgos contribuye en buena medida a que la gente viva más segura pero -otra vez- eso exige una importante dosis de cultura cívica. La lucha contra la corrupción en el sector público, en el sector privado, en todas las corporaciones de seguridad y los sistemas de justicia será, si se quieren resultados efectivos, determinante, pero eso implica que TODOS renunciemos a los privilegios y beneficios de la corrupción, no sólo los agentes de la ley. ¿Hay disposición de la sociedad mexicana para esto?
La de México es la 14ª economía del mundo, por encima del Corea del Sur, España, Arabia Saudita y Canadá; se estima que en 2011 nuestro país produjo una riqueza total de 1.66 billones de dólares aproximadamente (1’657,000,000,000). Sin embargo, 52 millones de mexicanos (el 46.2% de la población) viven en pobreza. El incremento de pobres ha sido una constante en los últimos años: sólo de 2008 a 2010 la CONEVAL (el organismo autónomo del Gobierno Federal destinado a medir el impacto de las política sociales) detectó un incremento de 3.2 millones de pobres. Se estima que hay más de 12 millones de mexicanos en pobreza extrema, muchos de ellos no tienen ni lo necesario para subsistir. La única solución de fondo -probada- a este problema es la inserción de estas personas en la economía productiva, por la vía del empleo productivo y los salarios remuneradores o a través de los micro negocios rentables y duraderos que permiten a las familias independencia patrimonial y mejora en sus condiciones generales de vida. El resto es utopía y reciclamiento de la pobreza. Empleo, buenos salarios y fomento a la micro empresa más allá del discurso, pues.
La economía monopólica, con nombres y apellidos, es un lastre que nos asfixia, nos ahoga, nos encarece la vida a los mexicanos, nos resta libertades y nos quita competitividad como individuos y como país. Hay que hacer algo ya contra los monopolios en todos y cada uno de los sectores de la economía. Simplemente, aplicar el precepto constitucional en este sentido.
No podemos seguir dependiendo del petróleo. Urge una reforma fiscal profunda, que garantice los ingresos suficientes y no deficitarios del sector público a través de cargas fiscales equitativas, que se basen en la capacidad del contribuyente, que eliminen los privilegios fiscales y le den viabilidad a las finanzas públicas y, sobre todo, que haga de las propias finanzas públicas un verdadero instrumento de desarrollo y no un obstáculo para el crecimiento.
Basta de los bancos que no prestan, que prestan carísimo o viven de cobrar por servicios que en el mundo son gratuitos; así sean extranjeros, hay que conducirles ya a las necesidades nacionales del financiamiento. Si, como aseguran, la reforma energética -que implica la inversión de los particulares- es la solución para este país, sin perder el control de ese activo crítico para la nación, que venga ya, pero no como ocurrió con los ferrocarriles, con las telecomunicaciones, con las carreteras, que sirva realmente para que crezcamos todos y no sólo para que unos cuantos privilegiados se enriquezcan mucho más de lo que ya lo están. Si la reforma laboral nos hará más productivos, menos ineficientes, si premiará el esfuerzo sin servir de instrumento para la explotación, si combatirá los salarios miserables, que procedan ya con ella.
La frustración de los jóvenes es más que comprensible: además de la incertidumbre y la falta de oportunidades claras, concretas y viables para su desarrollo, el horizonte no parece ofrecerles nada. Salvaje desperdicio del “bono demográfico”, “generación perdida” y, como es visible, razones de sobra para la inconformidad. Integrarles, garantizarles opciones educativas, laborales y de ingreso es el reto. Se necesita una economía incluyente y productiva que, con hechos, recupere el optimismo y las oportunidades de calidad para las nuevas generaciones.
La agenda es compleja, grande y demandante. Requiere de la participación de todos, la suma de esfuerzos. No queda mucho tiempo y menos aún espacio para discusiones de Bizancio ni enconos artificiales que a nadie sirven, salvo a sus promotores.