El Santuario
Arturo Reyes Isidoro
Prosa Aprisa
2013-12-11
“Ya me voy a despedir / porque mi camino es largo / sólo les vengo a decir / que me voy para el Santuario / y si me llego a morir / que me recen un novenario”, dicen unas coplas del son jarocho El pájaro carpintero, que habría que imaginarlas en la voz de Alberto “Beto” de la Rosa y su Tlen Huicani.
Las recordaba y las tarareaba el sábado pasado mientras iba hacia el Santuario, a Otatitlán, un pequeño, típico, hermoso y tranquilo pueblo de la cuenca del Papaloapan, en mi peregrinación anual para ir a rendirle culto al Cristo Negro.
De niño fui bautizado en el catolicismo. Me catequizaron poco, por no decir que nada, sólo dos, tres sábados por la tarde en la iglesia San José de Coatzacoalcos, y pienso que acaso acepté ir porque nos daban unos boletos con los que podíamos reclamar un juguete a fin de año.
Llegó la secundaria, en mi entrada a la adolescencia, y me entró la duda de la existencia de Dios y de que Dios hubiera creado todo, como dice la Biblia, si en Geografía nos explicaban cómo se había formado el sistema solar. Me alejé de la religión, de la Iglesia, y de la duda pasé francamente a la incredulidad. Y así transité gran parte de mi vida.
Del Santuario de niño oí hablar por primera vez a mi madre. Platicaba que ella, en alguna ocasión, de niña, había ido desde Acayucan, donde nació y vivía. Sólo recordaba que alguien la había llevado en tren. Platicaba del Cristo Negro. Hoy quiero creer que se embarcó en Medias Aguas, en el municipio de Sayula, y que llegó hasta Tierra Blanca. Eran sitios con estaciones de ferrocarril. De ahí debió haber seguido el viaje en algún desvencijado camión de pasajeros, o caminando. Debió haber sido toda una aventura por la falta de vías de comunicación entonces.
En 1974, en la campaña del entonces candidato al Gobierno del estado Rafael Hernández Ochoa, conocí por primera vez Otatitlán. Fue de prisa, casi una visita de doctor, pero alcancé a escuchar de un compañero la leyenda del Cristo Negro, que me hizo recordar lo que había platicado mi madre.
No fueron sino 24 años después, en 1998, cuando regresé en situación similar, en la campaña del entonces candidato Miguel Alemán Velasco. En aquella ocasión nos dijeron una hora para un acto y resultó que era otra, esto es, llegamos muy temprano el 3 de mayo, que es el día mayor, el de la fiesta titular. Para agotar el tiempo me puse a deambular por aquella Babel humana en que se convierte el pueblo, un bello espectáculo de creyentes que llegan de Centroamérica, de estados como Oaxaca y Chiapas, y de varias partes del sur de Veracruz.
No recuerdo cómo, pero de repente me vi sentado en una banca de la primera fila frente al Cristo Negro. Por descuido mío andaba yo entonces muy mal de salud. Me invadía el desánimo e incluso me había puesto ya edad límite para morir. Hacía esfuerzos por tratar de hacer vida normal. Me daba tristeza porque ya me habían invitado a integrarme al equipo de prensa del licenciado Alemán y creía que ya no tenía fuerzas para seguir.
Me puse a platicar con el Cristo Negro. A recordarle que mi madre era su creyente, que me decía que era milagroso. Y olvidándome que no creía, le pedí que me ayudara, que me diera muestras de su poder, que me hiciera el milagro. No sé cómo, pero a partir de entonces gradualmente me empecé a componer, a revivir, y al cabo de varios meses me vi bien, casi totalmente recuperado.
Me acordé de mi petición al Cristo Negro un diciembre de hace algunos años cuando al revisar unos resultados de laboratorio la endocrinóloga Malena Moreno me comentó que me iba a decir la verdad: que cuando llegué con ella por primera vez iba yo ya muy mal (entonces no me dijo eso, sólo me dio ánimos y me comentó que si me aplicaba me pondría bien) pero que ahora los resultados eran como para que los pusiera en un cuadro y los exhibiera-presumiera: para mi sorpresa, prácticamente estaba en la normalidad, algo muy difícil, me dijo, de lograr. Había yo revivido.
Eso reforzó mi creencia en Dios, mi culto al Cristo Negro, así como mi creencia en los milagros. Por eso decidí ya hace mucho que al menos una vez al año iría a agradecerle al Cristo Negro su ayuda para devolverme a la fe, a la creencia. Hoy soy hombre de mucha fe, de los que cree en los milagros, pues milagros han sido la solución a problemas familiares, económicos… Me siento bendecido porque tengo en quién y en qué creer. Quién sabe cuántos podrán decir lo mismo con toda seguridad.
Hoy, no con la frecuencia de Gerardo Buganza Salmerón, que si puede lo hace a diario, desde hace ya mucho comienzo la semana, los lunes por las mañanas, con una visita a la Catedral de Xalapa. Le agradezco a Dios. Creo en él. Tengo fe en él. Lo necesito. Nunca me deja sólo ni desamparado. Me siento muy seguro. Nada me arredra. Mi creencia, mi fe, me funcionan, me dan resultado. Vivo tranquilo conmigo mismo y de ahí con los demás. El sábado, camino al Santuario, reflexionaba en todo ello.
El sábado de mi viaje ha entrado el norte en Veracruz y hasta la Cuenca se refleja. No hay sol, no está caluroso, pero el día es claro y el norte acá casi es una brisa fresca que se disfruta mucho, clima que, una vez cumplido mi ritual, no me impide que vaya a La Chinampa, un pequeño restaurante de mariscos que también visito año con año, donde me sirven una mojarra frita que recién sacaron del río, toda una delicia que, claro está, acompaño con unos rones, lo que, me digo, es otra bendición de Dios, del Cristo Negro.
Llegando de regreso a Xalapa me dicen que me estuvieron madreando en Facebook ¡Me confundieron! Que dizque yo andaba ¡en Roma! con Javier Duarte y bla bla bla. Me gusta Roma, he ido y he estado en Ciudad del Vaticano, pero si no hay recursos para ir ahora, Otatitlán, el Santuario, es mi mejor Roma. Me basta, me llena. A mí manera soy feliz, disfruto mucho el paso de la panga sobre el río de Las Mariposas, aquél de Agustín Lara, y la torta de pollo que me vende la típica mujer cuenqueña morena, resuelta, los plátanos fritos, la carne de coco tierno, la cocada.
Y: “Ya me voy a despedir / porque mi camino es largo / sólo les vengo a decir / que me voy para el Santuario / y si me llego a morir / que me recen un novenario”, y a seguirle rasgando al requinto, el arpa y la jarana.