De libros y sucedidos
Arturo Reyes Isidoro
Prosa Aprisa
2013-11-12
Hurgaba yo entre cientos de libros en una librería “de viejo” o de libros usados en Xalapa cuando, ¡zas!, me topé con un ejemplar que reunía artículos del entonces diputado federal Fidel Herrera Beltrán.
Movido por la curiosidad lo saqué del estante para hojearlo y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que estaba dedicado, con su puño y letra y con su firma, por el ya entonces gobernador a una persona que se suponía era su amigo y que para ese entonces era delegado federal en la entidad de asuntos indígenas.
Fuera de eso no me interesó y lo devolví a su lugar (lo vendían en 10 pesos). Casualmente esa noche en las inmediaciones de Palacio de Gobierno encontré al funcionario y le empecé a hacer preguntas acerca del libro de artículos hasta que se intrigó y le platiqué mi hallazgo horas antes.
“¡No me chingues!”, me dijo ya para entonces con una gran preocupación y dándose con la palma de la mano en la frente. “¡¿Dónde está la librería?!”, me preguntaba insistentemente porque a esa hora quería ir a rescatarlo antes de alguien más se diera cuenta.
Lo calmé. Le dije que no se preocupara, que a esa hora ya estaba cerrada, que fuera al día siguiente y le di una orientación sobre qué espacio de la librería podía encontrar el ejemplar que con tan afectivas palabras le había entregado su “amigo” cuando entonces no estaba en la cúspide del poder. ¡Pero ahora era el Gobernador y seguramente quien lo había llevado al puesto en el que estaba!
En toda la noche no durmió –me platicaría después– y prácticamente amaneció en la puerta del negocio esperando a que abriera. Cuando eso ocurrió, entró despavorido ante la sorpresa de los empleados y se dio a la tarea de empezar a revisar ejemplar por ejemplar hasta que horas después por fin lo halló. Lo compró, lo rescató y pudo respirar aliviado. Debo decir que al menos me dio las gracias por el “norte”.
Indudablemente, cuando Fidel le dedicó y le regaló el ejemplar, aquél no le dio importancia, seguramente ni siquiera lo hojeó y debió haberlo tirado al bote de la basura. Alguien lo recogió y fue así como paró en la librería.
Moraleja para todo político: no desdeñes a ningún autor, por muy rascuache que te parezca, más si es político. Puede llegar a ser gobernador y de por medio puede estar tu suerte política, puedes quedar fuera de la nómina, cancelar tu futuro, irte al exilio.
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No lo podía creer. Buscando alguna joya bibliográfica de las que suelen hallarse en las librerías
“de viejo”, tenía frente a mí un ejemplar de Hojas de hierba de Walt Whitman, el llamado padre del verso libre, poeta norteamericano considerado el centro del canon estadounidense.
Era la tercera edición completa (de 1972) publicada por la entonces Organización Editorial Novaro, de Barcelona, España, con traducción del ecuatoriano Francisco Alexander, a juicio de Borges la mejor (el año pasado la reeditó el Fondo de Cultura Económica en México). No lo pensé dos veces y compré el ejemplar, que prácticamente lo regalaban en 29 pesos.
El trabajo de Whitman en su tiempo fue muy controvertido en especial por Hojas de hierba descrito como obsceno por su abierta sexualidad, y el mismo poeta acusado de gay. Pero es una obra imprescindible.
Conforme fui leyendo algunos poemas, recorriendo las páginas del libro, de pronto me empezó a llamar la atención el subrayado de algunos versos o de algunos poemas completos, una abierta declaración o manifestación de amor, un amor limpio, puro, total, sincero, apasionado.
De pronto me sentí un intruso en la vida de dos personas ajenas para mí, pero más me apenó entrar en sus intimidades dichas con el canto de Whitman, porque ocurrió lo que no me imaginé ni esperaba: con el paso del tiempo, un día se despegó la primera página impresa que había sido pegada al reverso de la portada, en la que había una dedicatoria. Y entonces el secreto se desveló todo. Se puede leer completa y bien, así como los nombres de los protagonistas, hombres los dos.
Un subrayado es del poema “Del dolor de los ríos contenidos”: “Oh, huir tú y yo de los demás, irnos de una vez, libres y sin ley, / Dos gavilanes que atraviesan el aire, dos peces que nadan en el mar no tienen menos que ley que nosotros); / La furiosa tormenta que a través de mi ser se desata: yo tiemblo de pasión, / El juramento de la inseparabilidad de dos seres, de la mujer que me ama y a quien yo amo más que a mi vida: me ligo a ese juramento / (¡Oh, de buena gana lo arriesgo todo por ti! / ¡Aniquilarme, si es preciso! / ¡Oh, tú y yo, ¿qué nos importa que hagan o piensen los demás? / ¿Qué nos importa nada? Gocémonos el uno en el otro y agotémonos si es preciso)…”.
El ejemplar lo atesoro y no dejo de preguntarme cómo fue que se deshicieron de él. Los libros tienen vida propia y siempre nos sobrevivirán con toda su fuerza, su aliento, su mensaje, su testimonio.
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Era mi conocido, originario de Alvarado. Un día lo encontré en una librería de viejo en Xalapa y notó cómo se me iban los ojos en unos ejemplares que estaban tirados en el piso, cómo los empecé a revisar, a hojear. De pronto se me acercó y me preguntó si me interesaba alguno. Le dije que varios. “Llévatelos –me dijo–, te los voy a dar baratos, son míos”.
Le respondí que no me parecía bien porque ya se los había ofrecido al librero, pero me insistió que mientras no se los pagara eran suyos. Y los compré, y como pesaban en conjunto me ayudó a llevarlos. Ya en el camino me platicó que se acababa de cambiar de casa porque a su esposa la nueva le parecía más bonita, pero que era más chica que la que tenían y ya no cabían; que por eso había ido a vender sus libros.
Meses después supe que murió. A un amigo común le platiqué lo de los libros, pero me contó que no era cierto lo de la casa, sino que le habían detectado una enfermedad incurable y no tenía para su tratamiento. Necesitaba dinero. Me dio mucha tristeza. No me sentí exento de que pudiera pasarme algún día lo mismo. Cada vez que veo sus libros lo recuerdo con gratitud por el valioso legado que me heredó y me esmero porque los ejemplares estén bien cuidados como seguramente él hubiera procurado que lo estuvieran si viviera y siguieran siendo suyos.
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Lector, hoy 12 de noviembre se celebra en México el Día Nacional del Libro instituido el 31 de octubre de 1979 por el gobierno federal. La fecha es porque se celebra también el natalicio de Sor Juan Inés de la Cruz. Para mi trabajo periodístico han sido determinantes la lectura y los libros. Con estos textos, a mí manera, me sumo a la celebración.